miércoles, febrero 10, 2010
CONDICIÓN DE SANTA ANA
El evangelio de la natividad de María nos hace conocer el nombre de Santa Ana, pero no existe literatura apócrifa que nos haga conocer la condición de Santa Ana.
Incluiré un protoevangelium para hablar del tiempo, para confirmar todas las tolvaneras que encendieran el cuerpo de aquella mujer de belleza inusitada: Maisie.
Hacia el norte todo era frío y humedad, los bosques se helaban hasta quedar secos, las extensiones de tierra se convertían en desiertos níveos que conducían a la muerte e invitaban a los hombres a imprudencias fatídicas. De él surgían oleadas de calor y rezos de hombres sin descendencia, los sacrificios y las plegarias de las mujeres estériles en tierras exuberantes no eran suficientes para impugnar la infertilidad humana: cada individuo un anciano sin heredero.
Un día llegaron al cielo oraciones de hombres de los territorios del norte y sur, por fin sus peticiones fueron escuchadas por aquél dios que recibió sus oblaciones. Dios les daría descendencia y sabiduría a ambas naciones, y así pues, envió a un mensajero para visitar a los representantes de los dos pueblos y les habló:
—Sus plegarias llegaron al firmamento, el señor ha mirado sus lágrimas y ha escuchado sus rezos, decidió retirar la esterilidad de sus mujeres, concebirán y darán a luz hijos sanos y sabios que darán nueva vida a sus tierras y las harán fértiles—
El mensajero pidió al representante del norte que llevara, pasada la media noche de la novena luna, una ballena blanca al océano que dividía los territorios norte y sur; al representante del sur demandó al varón más fuerte y oscuro de su tribu para encontrarla aquella misma noche, transcurridas las nueve lunas. El mensajero prometió en nombre de su dios que algunos años después la salvación llegaría a sus pueblos.
Pasaron los años y las promesas no encontraban plazo para ser cumplidas, fueron cayendo poco a poco jóvenes, ancianos, niños de las tribus y con ellos la fe. Los hombres maldecían el tiempo en que habían creído en la farsa de las nueve lunas.
Los últimos pobladores que pisaban las planicies eran un par de pescadores que, olvidando las antiguas tradiciones, y ya sin habitar sus tierras, navegaban el océano limítrofe. Una madrugada pescaron una reluciente ballena blanca que estaba a punto de encallar en la arena, como no podían con su peso, decidieron trozarla para llevar cuanto pudieran a tierra firme. Tomaron sus herramientas y se hundieron en el agua, hirieron a la ballena y esperaron a que el sol hiciera su parte. Simplemente permanecieron.
Murió la ballena y cuando abrieron su estómago encontraron una niña morena en sus entrañas, morena y de ojos tristes que se dirigían siempre al horizonte, la llamaron Maisie y la llevaron al oriente.
La cuidaron y la alimentaron hasta que creció, su inteligencia y su belleza precoz sorprendía a aquellos que la habían adoptado. A los 17 años, muertos sus tutores, partió a territorio norte, en donde ya no encontró habitante alguno, entonces se retiró al sur. Se sintió en casa por un momento, pero un tiempo después la gente fue sorprendida por los brazos de un volcán humeante y tampoco quedó sobreviviente alguno en aquella tierra, sólo Maisie y cientos de estatuas de ceniza.
Se vio nuevamente obligada a encontrar abrigo en otra región después de haber aprendido sobre la vida y conocer la muerte, continuaba sin pertenecer a ningún lugar. Llegó al borde del océano y miró las aguas profundas, el azul ultramar y sintió el viento del norte romper casi en cristales su rostro. Miró el sol, el más rojo de los atardeceres presenciado por hombre alguno, su calor ya no quemaba, tibiaba su cuerpo.
Antes de caer la noche observó su cuerpo y contempló plenamente su interior, de algún modo supo lo que debía hacer: subió a un peñasco, el más alto. Sintió un viento seco y las cenizas del sur se encendieron de nuevo, se levantaron las fuertes tolvaneras internándose aún hacia el mar, del norte se alebrestaron las marejadas creando remolinos; Maisie cerró los ojos inundándose de azul, estaba llena de estrellas. Entonces se dejó caer de frente en aquél abismo oceánico.
Al mismo tiempo que caía la noche ella perdía distancia, ganaba sitio en el firmamento; abajo el cuerpo de la chica se hundía convirtiéndose en plancton y espuma de luz; arriba comenzaban a brillar las estrellas, el cosmos se penetraba a sí mismo, se cifraba análogo a sí: mármol blanco reflejado en mármol negro.
No había derecho ni revés, ni arriba ni abajo: el océano y el cielo habían fecundado a la tierra, la vida volvía a la fertilidad, se habían fundido. Así comenzó otra vez la cuenta de los días y el principio del verbo.
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