Las mariposas, monarcas del bosque
—más que templado, frío— volaban,
jugaban, hibernaban al rededor
mientras otras morían.
Adopté padres, abuela y tía,
guardé su calor, el cariño
que no es difícil entregar.
Soñé con un pueblo
que no es mi pueblo
y me sentí terrena,
jugué al juego de cada niño,
me ilusioné con el tiempo
de cada anciano,
comencé a disfrutar cada instante.
Tomé cuantas fotografías pude,
llené mis memorias de regalos
que deseo no olvidar;
amé a cada ser en su entorno,
en sus pies y en sus ojos,
encontré la belleza en cada paso
— y fueron muchos— .
Me extasié de colores, de fragancias,
estructuras y emociones.
En cada llano y cada acento hice un alto
para degustar colores y respirar sabores,
emociones exactas, visiones desbordadas,
lágrimas contenidas, despedidas de cocol.
Recorrí un camino con las manos y el corazón.
A un fogón chamuscado y viejo, forrado de hollín,
llegó la dulzura a tocar la puerta
y encendieron mariposas
que se lanzaron al vuelo por cada rendija
que el tiempo desoló.
Volaron de la cocina de la tía Carmen al Rosario
creando copos de monarcas,
brazos cobrizos de roble, sonrisas doradas del sol.
Cuando termine el invierno
se convertirán en besos
que en primavera llegarán a amar.
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