Me son poco comunes las tardes de un junio sin lluvia, también los sábados de azoteas. Me cae como novedad la vida sin honor, sin puentes, sin dagas o lazos. Me olvido de la sintaxis entre anfetaminas, ácidos, dimensiones maravillosas y éxtasis cuando el corazón arrasa a mil por hora y la respiración imposible me recuerda que alguna vez amé a un hombre con disnea.
Pero las noches…
Si no se ha dado cuenta de la altura empezará a repetirse con febril monotonía: son los primeros siete días, el origen facsímil del alba y la perpetuidad cíclica en horas lentas. Un minuto, dos días. Una hora, diez años. Un año, la vida. Las noches, un error.
Esas noches el mundo cae en el error: la lluvia cae escasa, un hombre que habla lenguas muertas cae del quinto piso y arranca alaridos caídos de quienes lo aman. Una candela violeta muestra el camino del triste Plutón que conjurara Celestina.
El camino es eterno: alcanza a pronunciar en todas las lenguas que alguna vez han existido el amor y el arrepentimiento, alcanza a vislumbrar el centro de la tierra, alcanza a estimar el número de volúmenes en Alejandría. Y se desploma. Es un modelo para armar, se gotea la vida por sus labios como otra vez lo hizo entre sus piernas, un orgasmo por excelencia abrevió la escena. El vestigio de esas mismas lenguas hoy permanece sólo escrito.
Pasa junio naranja y azul con sus tardes y llega otra vez junio con vértigo renovado en el color que prefieras verlo. El tiempo se ha adelantado, ha sido breve. De nueva cuenta la noche. Subo a la terraza del edificio eterno, el que pensé derruido cada vez desde hace un año. Encuentro a un desconocido tratando de entender el ocaso de los ídolos sobre la barda, mira las luces de la ciudad y huele a litio. Yo pienso en los grandes que se han ido y en los otros que nos han dejado. Sólo me detengo, no hay más que hacer.
Prometo que si hablas te miro atenta.
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